Cuando
le dije a Padilla que me contara algo relevante de su vida, me miró fijamente a
los ojos, deslizó los labios y soltó una carcajada algo sospechosa:
— Hace
dos días gasté 200 pesos en comprar arroz. ¿Te parece significativo?
Callé,
tragué en seco y puse fin a mi primer día de charla. Era muy difícil para él,
nunca antes lo habían entrevistado, como si sus méritos y las más de 20
medallas que guarda en su casa merecieran el anonimato.
Me
dediqué a estudiarlo, cada paso, cada movimiento. Pelea hasta más no poder; de
carácter fuerte, porfiado, serio; se cree un joven de 20 cuando de trabajo se trata.
Juguetón con los niños del barrio, a
quienes les pasa la mano para quitarles el empacho. Dedica el tiempo a engordar
un puerco y unos pollos camperos para tener plato fuerte en la mesa cuando se
le antoje. No se pierde las Mesas Redondas, los noticieros, pero tampoco las
novelas ni las películas del Oeste.
A su esposa siempre le lleva la
contraria. Le ensucia el piso cuando ella acaba de limpiar, y protesta porque
el arroz le quedó duro y no le gusta su sazón. Pero la verdad es que no puede
vivir sin Martha.
“Cuando
éramos jóvenes me regalaba muchas flores, sobre todo las azucenas que tanto me
gustan. Llegaron nuestros hijos, la felicidad aumentó y el matrimonio se
fortaleció. Dos años estuvo fuera de Cuba, en misiones internacionalistas, y me
escribía unas cartas hermosísimas. Ahora no es más que un viejo protestón, que se
entretiene haciéndome la vida imposible. Pero él es el amor de mi vida”.
Pasa
mucho tiempo contando historias, de cuando domaba animales jíbaros, que fuma
desde los 12 años, que tenía muchas mujeres en su juventud, y de cómo se las
ingeniaba para aumentar el capital cuando cinco centavos valían por 100 pesos.
Héctor
Manuel Padilla Calzadilla, a sus 78 años, aún recuerda cuando retozaba por los
caminos fangosos de Barajagua, un poblado de campesinos ubicado en el municipio
Mayarí, en la actual provincia de Holguín. Desde niño, me cuenta, impuso
respeto entre sus 11 hermanos aunque no era el mayor. “Y hasta papá tenía en
cuenta mi criterio para tomar cualquier decisión. Cuando ingresaba en el
hospital, no obedecía a nadie, pero conmigo, la historia era otra, porque los
enfermos no mandan”.
Tal
vez si Héctor Javier, el tercer hijo de Padilla, escuchara esta conversación,
reiría a carcajadas, porque según me comentó, “es muy desobediente con los médicos.
Toma todos los medicamentos a su hora, y dejó de beber hace muchos años, pero
hasta ahí. No puede fumar, ni alzar peso, y aun así no tiene cuidado. Sabe que
su vida cuelga de un hilo, que el corazón le palpita de milagro. Pero aguanta
como un mulo, y no le dice nada a nadie, definitivamente el hospital no se hizo
para él. Y le hace creer a los doctores que está entero y que no se siente ni
los callos, aunque se esté muriendo”.
Fue
a la escuela por primera vez a los 18 años; y cursó hasta el cuarto grado,
aunque, anteriormente, se le daban muy bien los números, sobre todo para los
negocios. “Pero no me quedé con ese nivel de escolaridad, ni loco. Yo estoy
convencido de que la hora buena para estudiar es en edades tempranas, y a mí me
cogió un poco tarde, pero la realidad era otra. Y después del triunfo de la
Revolución, aunque ya un poco mayor, terminé mi sexto y noveno grados. Creo que
por eso me he preocupado tanto porque mis cuatro hijos se superen en su momento.
La educación es fundamental en el ser humano”.
El golpe
de Estado del 10 de marzo de 1952 despertó en Padilla esa cosquilla de rebelde
aferrado a una causa justa. “Los abusos, la miseria, las características de la
vida en la Isla me conmovieron, y comencé a acercarme a otros compañeros que pensaban
igual a mí. A Erasmo Zayas y Luis Guerra Pontesuelo le debo el haber ingresado,
en 1957, al Movimiento 26 de Julio”.
Junto
a Ángel Fernández y a Delfín Almaguer vendió bonos del 26 de Julio, quemó
cortes de caña, tiroteó trenes, cortó cables de teléfono, tumbó postes del
tendido eléctrico, envió dinero y medicinas para la Sierra y sirvió de guía a
los rebeldes en el llano.
En
sus charlas abundan las anécdotas de cuando luchaba por la libertad de Cuba. Su
mayor orgullo es, sin dudas, ser un revolucionario con todas las de la ley. El
Coronel, como lo llaman quienes le rodean, habla de la Sierra con mucha nostalgia,
de cuando conoció al Che, del reloj que le regaló Fidel y que aún guarda en un
su mesita de noche, de los cinco puntos en la Academia Militar, del pelo largo
y de la metralleta.
“El
9 de abril de 1958, me uní al Segundo Frente Oriental Frank País bajo el mando
del Teniente Raúl Tamayo. Cuando pasé a las órdenes del Teniente Alfredo Reyes
Trejo, conocido como Michel, participé en la toma de Cueto, del cuartel de
Marcané, en el tiroteo de Mejías y en el combate de Barajagua. Después estuve
en el combate de Los Palacios en San Germán, como subordinado de Orlando
Fernández. Durante mi estancia en esa zona se produjo el triunfo de la
insurrección, el primero de enero de 1959”.
Luego
Tori, como lo conocen en esa zona, estuvo alrededor de cinco meses moviéndose
de un lado a otro, desde el central de Marcané, hasta el Tecnológico de
Holguín. En mayo, partió hacia La Habana y luego a Consolación del Sur, en
Pinar del Río. En 1961 lo enviaron a la limpia del Escambray y de ahí a la de
la Sierra de Los Órganos.
En
la base de San Julián, en el Cabo de San Antonio, Padilla pasó un curso de
instructores de milicias en 1959, y allí interactuó con Fidel por primera vez.
“Fue un momento inolvidable, era el Comandante en carne y hueso. El capitán al
frente de nosotros había sido del ejército de Batista y quería que nos
cortáramos el pelo. Algunos lo hicieron, pero otros no quisimos. Entonces llegó
Fidel, y le contamos lo sucedido. A quienes se habían pelado, los mandó a salir
porque decía que parecían casquitos de Batista, y se dirigió al capitán y le
dijo: ʿcon estos barbudos nosotros les ganamos la guerra a ustedes, así que
ellos no se van a pelarʾ. Y no lo hicimos, al menos, no ese día.”
Por
fin ríe, pues durante la charla pocas veces pude verle los dientes. Y lo de
rebelde aún se lo toma muy en serio, porque de día todavía usa su ropa verde
olivo ya gastada por los años. Es un hombre muy expresivo que tiene un gesto
guardado para cada anécdota, además de intranquilo, porque no ha estado más de
dos segundos quieto en el taburete. Nunca baja la vista, como si estuviese a la
defensiva todo el tiempo. Mueve sus manos rudas como un karateca, y con el dedo
índice de la derecha me apunta cada vez que intenta cambiar el tema.
“Cuando
estuve a punto de viajar a Oriente por primera vez, después de haber sido
enviado para el otro extremo de la Isla, el Che me mandó a buscar para
desarrollar una importante misión. Nunca antes había tenido contacto
directamente con él, pero le habían dado referencias mías. Se acercaban los
días de la invasión mercenaria por Bahía de Cochinos. Él estaba en Bahía Honda,
en un lugar que hoy conocemos como la Cueva de los Carneros del Che.
Rápidamente, me puso como el tercero al mando y me pidió que marchara hacia
Managua, en La Habana, para trasladar unos tanques de guerra. Y así lo hice”.
En
1963, Padilla experimentó por primera vez el sabor del matrimonio, fruto del
cual nacieron sus dos primeros hijos. Pero, tres años después, la pasión se
esfumó. Sin embargo, la soledad le duró poco tiempo, pues, en 1968, Martha
Pérez llegaría a su vida para quedarse hasta hoy. Tal vez el secreto de más de
cuatro décadas juntos esté en la forma de pensar y en las constantes peleas,
que llegan a ser más de cinco cada día. Él ataca, y ella se defiende o
viceversa. Y cuando no sucede así, a correr, porque el Coronel está muy enfermo.
Cumplió
misión internacionalista en Yemen del Sur entre 1979 y 1981, y durante el viaje
hizo escala en 10 países. Pero todavía se le humedecen los ojos al recordar el
dengue hemorrágico que casi mata a su hija menor a los nueve años, mientras él estaba
en Yemen. Porque estuvo seis días al lado de un teléfono aguardando noticias de
Cuba, y solo fumaba cigarro y tomaba café. Pero cuando supo de la mejoría de la
pequeña, se tomó dos botellas de ron “al pum-pum” y le juró una guerra, su propia
guerra, al imperialismo. Porque ella es la niña de sus ojos.
“Siempre
me inspiró mucho respeto, aunque poca confianza por su fuerte carácter.
Recuerdo en unos carnavales cuando un profesor mío me invitó a bailar y papi,
rápidamente, se le acercó y le preguntó si quería hacerlo con él. Él es así
pero, sin dudas, es el mejor padre del mundo”.
Para
él, las reuniones del Partido son sagradas, y se viste muy bien para asistir a
ellas, y está dos días dando brillo a las botas, y siempre llega una hora antes
de que comience. Porque es fundador de la organización y tiene que comportarse
como tal. En las marchas y actos políticos en el pueblo, aparece a la
vanguardia. Cuando se habla de Padilla en Ovas, todos saben donde vive, sus
amigos, y los no tan amigos también. Él no es “un billete de cien pesos para
caer bien a todos”.
Después
de retirado de las FAR y el MININT, en febrero de 1988 con el grado de Teniente
Coronel, fue campesino. Tenía una vega con muchos animales, montaba caballo y bicicleta.
Ordeñaba sus vacas, y solo tomaba leche de una sola, porque era la mejor.
Pero
poco a poco desaparecieron sus sueños campestres. Primero dejó de cultivar el
arroz, el plato principal que no puede faltar en su mesa, porque la próstata
demandó una intervención quirúrgica que le prohibió, después, sembrar tan
preciado grano; desde entonces tampoco monta bicicleta. Tiempo más tarde le
tocó el turno a la siembra de tabaco, la fuente de mayor ingreso cada año. Los pre-infartos
y unos estornudos tuberculosos le marcaron el fin de ese cultivo que tan bien germina
en tierras pinareñas. Finalmente, todo lo que le quedaba se desvaneció de un
sopetón: la tierra, el ganado, los arados, los frijoles, las viandas, la
yegua…. “La vida es del carajo y quien lo dude, pregúnteme a mí”.
Ahora
Padilla es un hombre con varias aneurismas en la vena aorta que de reventar, en
menos de tres minutos, su vida se esfumará. Pero no le teme, porque “nadie es
eterno y algún día me tengo que morir”. Duerme muy poco, se afeita cada dos
días, y de vez en cuando engrasa su pistola porque a lo mejor un día deba
utilizarla. Sale a pescar a veces al río o a las lagunas cercanas, para
entretenerse, porque no come pescado de agua dulce.
No
es ateo porque cree en Fidel Castro, y se ríe de Adán y Eva porque él nació del
vientre de Enedina y es bien macho gracias a Goyo, su padre. Juzga la
existencia del Paraíso y de Cristo, porque es muy materialista. Nunca ha leído
la Biblia, y no cree en la reencarnación, ni en la vida en el cielo, porque ha
perdido muchos seres queridos y jamás los espíritus lo han visitado. “Si Dios
realmente existe, ¿por qué mueren de hambre tantos niños y los yanquis tienen
más vidas que un gato? Nunca lo he visto y yo creo en lo que puedo percibir con
los cinco sentidos. Mi doctrina es la de Fidel Castro”.
Hoy
el Coronel intenta ver la realidad desde otro punto de vista, pero le cuesta
trabajo. Le duele que la comida esté muy cara y que la ideología de los jóvenes
sea un enigma indescifrable. Porque él no luchó para eso. Su generación hizo
todo lo que debían hacer: la Revolución, en su momento, lo más importante.
Excelente la entrevista con el coronel Padilla, con hombres así no hace falta que exista el cielo ni Adán ni Eva. Te felicito Karlienys, sabes utilizar el periodismo para descubrir la esencia de la vida.
ResponderEliminarVerónica